Caracas, 3 de junio de 2016
El lenguaje es un órgano vivo. Se encuentra en constante modificación. Las palabras que una vez empleamos, pueden significar otra cosa al cabo de poco tiempo. Bloch lo dice muy bien: “si las ciencias tuvieran que buscarse un nombre nuevo cada vez que hacen una conquista, ¡cuántos bautismos habría y cuánta pérdida de tiempo en el reino de las academias!”. Los ortodoxos de la etimología buscan enarbolar el concepto pleno de las palabras. Yo considero que su ejercicio es un interesante pasatiempo, pero, al igual que la historia, tiene cero sentido práctico.
Y es que la lengua muta, cambia. Conocer los orígenes etimológicos de las palabras otorga cultura e interesantes tópicos para las conversaciones de café –o de academia- pero al momento de digerirlo encontramos cero simpatizantes con la causa de quienes nos queremos dedicar a la vida ociosa.
No hay nada más sobrevalorado que la palabra “normal”
Referente a las mutaciones del lenguaje –las cuales se producen a la par con los cambios sociales- tenemos también las alteraciones claras de los parámetros de normalidad. No hay nada más sobrevalorado que la palabra “normal”. De hecho, debo confesar que la detesto. Tampoco nada más traicionera que ella, ya que cada vez que creo haberla conquistado, veo que se me escapa y vuelvo a pertenecer al grupillo de los desadaptados.
Ejemplifiquemos. Antes, ver colas para comprar alimentos se escapaba de la sana razón, ahora, no verlas es una extrañeza. Hoy, esas colas, redefinen la urbe, la pintan de coloridos transeúntes y, lo más importante, son normales.
De hecho, la última vez que fui al mercado me pasó algo rarísimo: estaba vacío. Sentí una paz tétrica que se escapaba de la nueva realidad –o normalidad- que nos rodea. Por un momento creí haberme escapado a una dimensión desconocida en donde hacer mercado es un procedimiento rápido, fácil y, bajo nuestros nuevos parámetros, profundamente anormal. No sabía que hacer, no sabía que producto escoger. Acostumbrado a lanzarme por la escogencia popular, a ausencia de ella, me sentía como un pobre querubín dejado a su suerte. Luego, se presenta otro problema: el pago. Las cajas se encontraban vacías, la cola ausentada. Creí que era uno de los pocos sobrevivientes a un mundo post-apocalíptico. Asustado, me acerqué a la cajera, esperando que me dijeran que estaban cerrados, era feriado o, simplemente, habían decretado un día de los inocentes 100% venezolano, ya que el 28 de diciembre es compartido con otros países y nosotros debemos ser soberanísimos. La señora aceptó mis productos, pagué y al dirigirme al carro oí una sirena atorrante que no cesaba. “¡Lo sabía! Nos invadieron los gringos”, pensé. Algo debía justificar lo ridículamente anormal que había sido mi ida al mercado. Pero, al cesar el ruido me encontraba en mi cama. Me paré y, habiendo tenido uno de los sueños más raros, salí corriendo a la calle. Respiré tranquilo cuando vi que la cola estaba más normal que nunca; tres cuadras más o menos.
Ahora, dejaré de leer a Tomás Moro, con una pesadilla me ha bastado.
Nelson Totesaut Rangel
@NelsonTRangel
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