Caracas, 2 de septiembre de 2016
“¡Al hogar, al hogar! Que ya palpita por él mi corazón…”
Entre aquellos que se van y los otros que se quedan, deviene una cantidad de discusiones tildando a algunos de apátridas y a los otros de pendejos.
Quedarse o irse es una decisión personalísima en la que ningún externo debería interferir. Aquellos que se van tienen motivos para hacerlo: una inflación descontrolada, una delincuencia desatada, una moneda depreciada y oportunidades sofocadas. Nadie puede discutirle a otra persona los motivos por los cuales se va, son válidos, entendibles, indiscutibles y, lo más preocupante, compartibles. El lamentable éxodo venezolano –o diáspora como le dicen algunos- es un tema digno de reflexión. Haya comenzado en el 83 -con el Viernes Negro- o en el 99 –con la Revolución Bolivariana- es una realidad preocupante. El éxodo masivo convirtió un país de inmigrantes, a uno de emigrantes, haciendo que quememos nuestras divisas de una nueva forma. Más allá de importar y subsidiar todo, las Universidades públicas se han convertido en un verdadero desangre para la patria. Las mismas no actúan por mera filantropía, sino que su verdadera raison d’être no es otra que formar profesionales que le sirvan a la República; una inversión y nunca un subsidio. Pero, en cambio, lo que ocurre es llenar a otros países de gente capaz, que obtuvo lo que necesitó del suyo y está empleando sus competencias en otro que nada les ha dado y nada les querría dar. En su mayoría estamos hablando de jóvenes, recién graduados de universidades excelentísimas y, lo más lamentable de todo, es que aquel que migre y establezca su domicilio afuera, pocas posibilidades existen de su retorno, no sólo por su radicación en otro lado, sino por el amargo recuerdo de la crisis; que siempre estará presente. La situación ya no es la misma que la de la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho del 75, en donde miles de venezolanos se formaron en las universidades más prestigiosas del mundo para volver y aplicar su conocimiento en la patria querida.
Pese a esto, sigo sin debatirle a quien se quiera ir. Quien se va –y logra hacerlo- tiene mucho que agradecerle a su país. Gracias a el, consiguió una educación de calidad (en su mayoría) y logró conquistar las adversidades que tienen los migrantes, convirtiéndose en una opción en el mercado internacional.
Ahora, los dementes –o pendejos- que nos quedamos, también tenemos legítimas justificaciones que han de ser respetadas. Más allá de un sentir de compromiso con nuestro país, nos quedamos porque creemos que las situaciones de crisis no son superadas con la fuga de capital humano. Sin embargo, siempre estarán aquellos intolerantes que se fueron y le discuten a diario a los que se quedan. La tolerancia de estos intolerantes –o tolerancia impuesta- es detestable. Uno aplaude la iniciativa migratoria y les provee no más que de buenos presagios y lágrimas en su partida, pero, aquellos que no son capaces de romper su cordón umbilical con el país, sienten un celo profundo que los nubla y no los deja aceptar que quedamos algunos viviendo en el mejor país del mundo.
No culpo a quien se va -tampoco se lo discuto- sólo rezo porque el sentir de Pérez Bonalde en su Vuelta a la Patria los contagie y algún día puedan gritar: “¡Al hogar, al hogar! Que ya palpita por él mi corazón…”. Por los que nos quedamos vamos a construir país y vamos a hacerlo juntos, váyanse quien guste, aquí lo extrañaremos; quédese quien quiera, aquí lo acogeremos.
Nelson Totesaut Rangel
@NelsonTRangel
ntotesaut@sincuento.com