Caracas, 27 de enero de 2017
Existe un extraño consenso en calificar al año 2016 como el peor del siglo XXI. Más allá de la crisis económica (del capitalismo, socialismo o cualquier otro ismo) la situación política no se posicionó mucho mejor. La política y la economía están sujetas de raíz, el balance entre ambas es necesario para el bienestar social. No existe estabilidad política con una mala economía, como tampoco existe una buena economía con inestabilidad política. Espero eso quede claro.
La democracia se nos vende como la síntesis última, el inequívoco, el absoluto hegeliano, aquella que todo lo cura, todo en cuanto se crea posible ser curado.
Cualquiera de los problemas es causa y efecto del otro. Ante una crisis económica mundial, los sistemas políticos consolidados empiezan a temblar debido a la inconformidad colectiva por lo viejo, y la aspiración a lo nuevo. Es por ello que cabe preguntase: ¿hasta qué punto la democracia es el remedio para la enfermedad? Pese a que forma parte fundamental de la vida del paciente ¿la democracia es acetaminofén y quimioterapia? ¿Ibuprofeno y morfina? Es decir, ¿la democracia es la medicina para todo? ¿Es aquél doctor con todas las especializaciones o aquél “santo remedio”? La democracia se nos vende como la síntesis última, el inequívoco, el absoluto hegeliano, aquella que todo lo cura, todo en cuanto se crea posible ser curado.
Pero la amarga verdad es que a nadie le gusta la democracia; y no le crean a quien diga lo contrario. La democracia es buena cuando se gana y mala cuando se pierde. Es buena y mala para cualquier oposición, por un lado porque la necesita para gobernar y, por el otro, porque quisiera gobernar sin ella. La democracia es buena para el gobierno de turno, gracias a ella goza de estabilidad y legitimidad institucional; pero también es mala, puesto anda sujeto a aquel ente regulador (o árbitro permanente), que no lo dejará actuar a sus anchas. La democracia todos la necesitan y a nadie le gusta; este es el problema con la democracia.
Los clásicos eran sabios en criticarla, argumentando que los “mejores” no necesariamente vendrán del consenso de los “muchos”. El mundo amerita de hombres preparados para asumirlo; hombres que no siempre tendrán una oportunidad democrática. Sin embargo, este es el ideal que impera en el mundo moderno, puesto es lo que consideramos más justo y -estando de acuerdo con ello- deberíamos de buscar afianzar nuestras instituciones para hacernos verdaderamente democráticos.
Un caso emblemático es el de Evo Morales en Bolivia. Un individuo que reformó un Estado (y sacó adelante a una nación de indígenas olvidada) mediante un proceso social, siendo su oportunidad democrática y su límite no otra que la misma. Ya que la democracia juega a la par con la fortuna (estando a veces de tu lado y otras en tu contra), siendo Evo derrotado en su pretensión a la reelección indefinida, así culminando su participación en el juego que le dio, y le quitó, las oportunidades. Lo preocupante de la historia es que no faltarán aquellos que busquen contrabandear la reelección de Evo en nombre de la democracia, alejándose de la voluntad popular e interpretando la misma a conveniencia propia.
La democracia debería ser lo que Napoleón quería que fuera su código: libre de interpretaciones. El asunto empezaba y terminaba en él (ya que el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica se encontraban bien establecidos) dejando que cualquier individuo entendiera el alcance y aplicación de la norma. Esto fracasó y Napoleón lo sufrió. Si bien los códigos siguen existiendo, los grandes interpretadores son unos pocos. La democracia parece condenada a lo mismo. Los políticos se atribuyen la potestad de ser los únicos interpretadores de la voluntad popular y, en base a esto, ajustan la misma a sus necesidades. Porque al fin y al cabo muy democráticos decimos ser, pero cuando el resultado no nos gusta, flexibilizamos la democracia, la adaptamos a nosotros, siempre bajo el pretexto de más democracia.
Nelson Totesaut Rangel
@NelsonTRangel
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