Caracas, 27 de enero de 2019

 

En lógica aristotélica, un argumento refiere a la composición de varios juicios que sirven para confirmarse o negarse entre ellos. Para Aristóteles, cuando la relación entre los juicios no es válida, entramos en el amplísimo mundo de las falacias. Estas, muchas veces cometidas de forma intencional, muchas otras simplemente por carecer de premisas verdaderas o justificables.

El filósofo griego se ocupó de clasificar varias de ellas -13 en total-, y con el tiempo hemos seguido descubriendo que el ingenio humano es mejor inventando hechos, que creando realidades. Una de mis falacias preferidas es la “Petición de Principio”, ya que es una de las más usuales en la cotidianidad. Poniendo de ejemplo un silogismo, se trata de una falacia en donde suponemos la premisa para llegar a la conclusión: Los adultos siempre tienen la razón. Yo soy adulto, por ende siempre tengo la razón.

Las falacias nos gustan porque nos exceptúan de la fatigosa tarea de producir argumentos válidos.

Meterse en el campo de las falacias religiosas es peligroso y difícil. Ahora, cuando ellas condicionan la manera de gobernar, podría resultar necesario alertar sobre el problema. El historiador italiano, Indro Montanelli, en su libro Storia di Roma nos cuenta que el segundo Rey de Roma, Numa Pompilio (considerado medio filósofo y medio santo) recibía cada noche, mientras dormía, la visita de la ninfa Egeria que venía desde el Olimpo a transmitirle instrucciones. Por ende, quien no obedeciera las decisiones del Rey, no estaría solo desacatando al poder real, sino también al divino.

Lo más interesante de la narrativa, por infantil que nos pueda parecer, es que resulta una práctica repetida a lo largo de la historia de la humanidad. Montanelli, señala como en pleno siglo XX, Hitler bajaba de la montaña Berchtesgaden con nuevas ordenes divinas. De ahí, surgieron aquellas de destruir Polonia y exterminar a los judíos. En fin, la humanidad no ha progresado mucho desde los tiempos del buen Numa.

Las falacias nos gustan porque nos exceptúan de la fatigosa tarea de producir argumentos válidos. El recurso es normalísimo entre todos, pero debería de estar prohibido y penalizado en ciertos niveles. Nicolás Maduro ha prometido año tras año que “este sí será el de la recuperación económica”, pese a que seguimos sin freno en esta caída vertiginosa que se ha vuelto totalmente inaguantable. Además de eso, su mandato se ha caracterizado por huelga tras huelga, inestabilidad tras inestabilidad. Esta crisis nos ha despojado de muchas cosas, siendo la paz la más importante de ellas. Y, cuando hablo de “paz”, lo hago en el sentido más amplio de la palabra. Ya que desde todos los aspectos, la angustia generalizada impera en cada uno de los venezolanos; se encuentre dentro o fuera del país.

Ante la desesperante situación, es normal exigir respuesta por parte de la autoridad. Y, entre las más recientes dadas, Maduro aseguró hace casi dos semanas –durante una inspección de los preparativos del Ejercicio Militar Soberanía 2019- que “todo saldría bien”. Ahora, al momento de justificarse, sus argumentos fueron: “Tengan la seguridad. Se los digo con certeza. Ya yo fui al futuro y volví y vi que todo sale bien y que la unión cívico-militar le garantiza la paz y la felicidad a nuestro pueblo”. Fundando así un tipo de falacia nuevo, el de la imposibilidad.

Aristóteles no fue tan lejos catalogando lo divino como falacia, y desconozco si alguien lo ha hecho después de el. Sin duda, es un tema bastante delicado, sobre todo porque hoy en día siguen existiendo países confesionales; es decir, países que rigen la política por medio de la religión. Ahora, de lo que sí estoy seguro es que Aristóteles nunca consideró un evento imposible, como un argumento para una falacia. Quizá, en su inocencia, no creyó posible que alguien fuera capaz de dicha composición silogística. Por eso es bueno estar atentos al hablar, siguiendo siempre el consejo de Wittgestein, quien decía que lo que no se puede hablar, es mejor callar.

 

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