Caracas, 17 de febrero de 2019
Hablar de una crisis diplomática ajena a la nuestra parece, incluso, tierno. En medio de una situación como la venezolana, leer en la prensa “crisis diplomática en Europa” nos genera escepticismo. A los venezolanos nos ha tocado vivir tantas cosas que hemos perdido el sentido del asombro. Estamos vacunados ante todo, y aquello que sorprende al mundo civilizado en nosotros no despierta mayores emociones. No obstante, siempre es bueno monitorear los conflictos ajenos. Así sea por el simple placer de la tranquilidad mental.
Francia e Italia no están atravesando su mejor momento. Pese “a que solo Roma sea digna de París y solo París sea digna de Roma”, Macron mandó a llamar a su Embajador en la ciudad eterna para consultar la situación. Resulta ser que la gota que derramó el vaso fue el apoyo por parte de Luigi Di Maio y Matteo Salvini a los chalecos amarillos franceses. Es decir, el apoyo de los hombres fuertes de la política italiana a quienes buscan la dimisión de Macron. No es poca cosa.
La actitud italiana es baja, pero responde a una indignación acumulada. Las decisiones en Europa se han pretendido tomar desde una curia cerrada sin la consulta de todos sus miembros.
Que dos países fundadores de la Unión Europea estén en medio de estos conflictos resulta extraño. Sobre todo cuando comparten una historia en común. No hace mucho -a finales del siglo XIX- la hábil diplomacia del Conde de Cavour, ministro de Vittorio Emanuele II, logró seducir al Emperador Napoleón III, en la prosa unificadora italiana. Fueron entonces los franceses los aliados extranjeros más importantes que tuvo el naciente país en su empresa por expulsar a los ocupantes austriacos. Años de buenas relaciones fueron interrumpidas un tiempo después, en el año 1940, cuando la guerra obligó a que París llamara a su Embajador en Roma. De hecho, esa fue la última vez que los dos países rompieran relaciones diplomáticas, y se debió a una guerra de carácter global. Hoy, el continente ve con preocupación una enemistad, en medio de tiempos convulsos. Sobre todo porque está siendo potenciada por aquellos euroescépticos que le apuestan a la disolución de la unión.
La actitud italiana es baja, pero responde a una indignación acumulada. Las decisiones en Europa se han pretendido tomar desde una curia cerrada sin la consulta de todos sus miembros. Francia y Alemania no lo ocultan, realizando actos frecuentes en donde solo participan ambos países pero hablan en nombre de la Unión entera. Italia, un país de grandes aspiraciones pero con enormes problemas, no ve con buenos ojos que Bruselas esté controlada por unos pocos países. Ya que considera que la “familia” de la Unión está viciada por unos que se creen más iguales que otros. No en vano existe el término despectivo “PIGS” (cerdo en inglés), que hace referencia a Portugal, Italia, Grecia y España; aquellos países que van un poco más atrás en el desarrollo económico.
Francia ha sido injusta con Italia, y a veces hasta un poco cínica. El año pasado, una embarcación de inmigrantes llamada Acquarius tuvo que terminar en Valencia (España) ante la negativa de Salvini de aceptarla en su costa. Esta actitud fue catalogada de “vomitiva” por Macron. Luego, en Ventimiglia, frontera terrestre franco-italiana, se ha evidenciado una y otra vez el fuerte control policial francés que impide que los extranjeros ingresen a su territorio. Esto fue visto como una hipocresía, ya que un gobierno no puede exigirle a otro una política de brazos abiertos con los inmigrantes, cuando la suya funciona al contrario.
No obstante, por los momentos, se ha de desinflamar la situación. La Unión Europea se encuentra ante su prueba más difícil, el Brexit. Le toca entonces demostrar que su unidad es fuerte, en medio de una fractura. El surgimiento de euroescépticos es grande y un Brexit suave podría significar la progresiva desintegración de la unión. Bruselas lucha por la unidad, y los separatistas le apuestan a que el conflicto con Italia crezca y se propague. Francia e Italia deben de arreglar sus diferencias, y recordar aquel maravilloso óleo de Francesco Hayez, y darse un beso.
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