Caracas, 27 de diciembre de 2020
La familia es compromiso, dedicación. El amor hay que ejercitarlo. Es un verbo en gerundio, porque el arte de amar solo se conoce amando. Estas fueron las palabras que le dije a mi esposa en el altar, justo antes de darle mi “sí” para siempre. Son palabras sinceras, ya que el amor requiere de actuación para su perfección. Esto me lo enseñaron en casa, esto me lo enseñaron mis abuelos.
En esos pequeños -pero significativos- ejercicios de amor, existe uno en particular que se me pedía siempre: la llamada. La llamada, la bendita llamada, que quitaba pocos minutos de un día, pero nutría el alma. De pequeño no me gustaba, pues la consideraba innecesaria. Las ocupaciones de un niño seguro eran tales, que no veía importancia de una pequeña llamada. Era el frenesí de la juventud que no me permitía concentrarme en una llamada. Era el frenesí de la generación del chateo, de las pantallas luminosas que busca sustituir las voces, por cortísimas notas.
Crecí y eso cambió. Como un gusto adquirido, empecé a apreciar la llamada. Una diaria, de las más importantes que tenía, era la llamada a mi abuelo. Esta era corta, breve, como su carácter siempre fue. Hombre de pocas palabras, decía sólo lo necesario. Veintidós segundos (lo llegué a cronometrar) le bastaban para decir lo fundamental: su estado de salud, cómo había pasado su noche, preguntarme por mí y darme un abrazo telemático acompañado de un “te quiero”. Siempre firmado por “tu pa… tu abuelo”. De mi parte, en cambio, las preguntas eran más, al menos quería que lo fuesen. Pero Papente (como lo llamé siempre, que era la combinación de papá y Vicente) era así, conciso. No quería hacerte perder tiempo, porque su amor nunca fue atadura, sino libertad.
Esta llamada fue ritual. Cambió su horario en varias oportunidades -puesto no siempre nos encontrábamos en el mismo huso- pero jamás faltó. Cuando vivía en el viejo continente, me llegaba siempre a medio día, plena hora de almuerzo. Algunas veces no contestaba, pues me encontraba en medio del agite diario. Y cuando esto ocurría, me dejaba un mensaje escrito u oral: “te estaba llamando. Llámame cuando puedas. Tu pa… tu abuelo”. Inmediatamente se la devolvía, pocas fueron las veces que la conexión nos traicionó. Y cuando eso ocurría, el vacío era rápidamente llenado por una nota de voz.
En Venezuela teníamos la costumbre de llamarnos temprano, era nuestro desayuno, el “buenos días”. Luego, cada quien hacía su vida. En la tarde compartíamos un rato y, a las 20:30h, siempre a las 20:30h, cerrábamos con el “buenas noches”. Soy humano y me costaba mucho recordar esta última llamada, sobre todo por la inflexibilidad en su horario. Por eso puse una alarma en el celular: “Papente, todos los días”. Sonaba de lunes a lunes, a las 20:30h. Me recordaba llamar, más tarde no se podía. Más tarde era demasiado tarde, más tarde ya dormía.
Mi alarma sigue sonando, aún no la logro desactivar. A las 20:30h en punto suena y me recuerda llamar. De consuelo me quedan aquellas noticas de voz que sirven de llamada inmortal. Mientras que por mi parte, mi mensaje de las 20:30h, será el mismo de todos los días con una pequeña modificación: “Que sigas durmiendo bien. Te quiero mucho, Nelson”.
@NelsonTRangel