Caracas, 3 de enero de 2021
Cuando elaboraba ideas para este artículo, todas se escapaban de la realidad temporal: ya es 2021. El 2020 fue un año perdido, que se esfumó tan rápido como llegó. Pocas fueron las realizaciones personales y colectivas, y más fue la desolación y estrés que nos generó. El 2021 no promete ser distinto, al menos no comenzando el año, puesto el calendario no es capaz de erradicar los problemas súbitamente, sobre todo cuando se han prolongado tanto.
Nuestro amigo el COVID-19 quizá llegó para quedarse, lo que tocará habituarse. Así nos ha sugerido la pandemia que ha hecho de nuestro 2020 un tremendo desasosiego. Ahora, cuando nos adaptábamos a él, como si se tratase de un indeseado vecino, aparece la variante inglés; que quizá sea aún más letal que nuestro ya conocido coronavirus.
El origen de esta variante no se sabe, como tampoco su resistencia a la apresurada vacuna. Lo que sí es que ha traído lo que estábamos superando poco a poco: la paranoia de lo inédito. El COVID-19 nos da miedo, pero ya es un viejo conocido. En mi caso lo tuve, pese a haberme cuidado neuróticamente. Me dio suave, poco más que una gripe prolongada durante dos semanas. No me compliqué y el reposo fue la única cura mientras mi sistema inmunológico libraba la batalla. Lamentablemente este no es el caso de todos.
Ahora, cuando vemos la luz al final del túnel, como un regalo navideño propio de este 2020, el COVID-19 sale repotenciado y amenaza con seguir prolongándose. Y el pavor puede que sea infundado, ya que aún falta tiempo para determinar si las vacunas logran vencerlo. Pero así nos dejó este año, sensibles al pánico.
Donald Trump
Por su parte, algo bueno ocurrió este año, y me refiero a la salida de Trump de la Casa Blanca. Esta pequeña satisfacción es distinta a la del año anterior, pese a que cumplió con la pequeña predicción que todos teníamos del personaje. En lo personal (y sin complejos de vidente, ya que la situación era bastante predecible) escribía para este diario el 22 de diciembre 2019: “Trump, sin duda podría ser una amenaza contra la democracia de su país. Al igual que cualquier populista que ponga los intereses personales frente a los de la nación entera. Por ello, detenerlo puede ser impopular, pero oportuno para preservar lo que más apreciamos en nuestra cultura occidental”.
Se pudo detener, al menos en cierto sentido. Si bien no se logró su dimisión, la institucionalidad lo controló lo mejor posible. Pese a que el daño producto de su megalomanía fue corrosivo para la democracia, cosa que estamos viendo al no reconocer la victoria de Joe Biden. Muchos no lo verán, pero Trump, en su capricho derrotista, está sembrando la idea de que la institución más prestigiosa del país (su sistema electoral) puede ser fácilmente manipulable. La misma institución que lo nombró presidente en 2016.
Es un mal perdedor, y el daño generado promete trascender. Al final, setenta y cinco millones de votos (la cifra redondeada que consiguió Trump) es muy respetable. Sin contar que su elector forma parte del grupo menos cultivado de su país. Es decir, tierra fértil para el discurso nocivo populista.
Biden no recibe una oficina fácil, no como la que recibió Trump de manos de Obama. Le tocará enfrentar dos enfermedades: el COVID-19 y la polarización. Lo sabe, y ya comenzó. Recordándole al público que más allá de un candidato demócrata, es un “Presidente Americano”. Y con su lema favorito: Time to heal (hora de sanar); que calza perfecto con las tareas que debe enfrentar.
Por su parte, la costumbre del Presidente saliente es dejar una carta de felicitación, que contiene también recomendaciones. Trump, que es un showman, seguramente preparará algo que nos recuerde cómo fueron sus cuatro años: un mal chiste.
@NelsonTRangel
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